El Faro.

Nos sentamos en una banca sobre la terraza de un modesto hotel que se alzaba cinco niveles sobre la arena de la playa, no era de tres o de cinco estrellas, era de miles pues desde ahí el cielo se llenaba de ellas. A la distancia, un viejo faro giraba, testigo en el pasado de muchos encuentros de piratas, ahora vigilante y guía incansable de marineros y enamorados que gustan de pasear a la orilla del mar.

Abrí la botella de vino, las copas ansiaban por ser llenadas, y brindamos, primero por ti pues estábamos en la víspera de tu cumpleaños, después por nosotros, por una noche más de mutuo encanto.

Y así se consumió el vino rojo, entre risas y la amena plática las estrellas nos vigilaban, el sonido del mar nos arrullaba, y el viejo faro con su rotación de vez en cuando nos iluminaba.

Te besé con tanta fuerza que el mismo mar no nos hubiera podido separar,  retiré los delgados tirantes de tu blusa y comencé a besar tus hombros y  tu cuello, estábamos solos en la terraza, sin embargo en cualquier momento alguien podría asomarse, pero eso no nos importó, una copa cayó quebrándose al instante mientras mis manos retiraban por completo tu blusa. 

Inamovibles espectadoras, las estrellas parecían hacerse más luminosas, la luz del faro giraba al ritmo de nuestros besos y entre esos intervalos de tiempo iluminaba tu desnudo pecho. El fresco viento nos golpeaba refrescando nuestra súbita pasión, el sonido del mar fue suavizado ante nuestros suspiros, y ahí, en esa terraza, la escena se consumió.

El manto estelar se alegraba con nosotros, el sonido del mar volvía a la normalidad y la noche se hacía cada vez más obscura, sin embargo ahí estaba ese viejo faro, girando sin cesar, iluminando nuestras sonrisas, testigo silencioso de la entrega de dos cuerpos,  de dos almas enlazadas y dos corazones enamorados.